domingo, 30 de diciembre de 2007

Escenas encadenadas (3) Clifford Worley y Vincent Coccotti en "Amor a quemarropa"

Película: Amor a quemarropa

El joven y solitario Clarence (Christian Slater) está celebrando su cumpleaños viendo películas de kung-fu en un destartalado cine de Detroit, cuando una rubia explosiva, Alabama (Patricia Arquette), hace su entrada en la sala derramando sus palomitas sobre él. De este incidente surgirá una loca aventura de amor que llevará a los dos jóvenes a vivir una verdadera noche de pasión. Alabama es, en realidad, una prostituta alquilada por el mejor amigo de Clarence como regalo de cumpleaños. Los dos jóvenes se enamoran y contraen matrimonio. Clarence intenta alejar a su mujer de la prostitución, y se enfrenta con su chulo (Gary Oldman) al ir a recoger las pertenencias de Alabama, pero al abrir la maleta se encuentran con una considerable cantidad de cocaína... que utilizarán como esperanza para realizar todos lo sueños que han deseado. (FILMAFFINITY)


Escena: El capo siciliano Vincenzo Coccotti (Cristopher Walken), en su búsqueda desesperada de Clarence y Alabama para recuperar el maletín con cocaína, se encuentra con Clifford Worley (Dennis Hopper), padre de Clarence. Tras ser torturado para que confiese el paradero de su hijo, y sabedor de su inminente final, Clifford le da una lección de historia a Vincenzo Coccotti.



Coccotti: ¿Sabe usted quién soy, señor Worley?

Clifford: Tengo que rendirme. ¿Quién es usted?

Coccotti: Soy el vengador y estoy de un humor de perros. Dígale a los ángeles cuando llegue al cielo que jamás había visto el mal tan personificado como lo vió en el rostro del hombre que lo mató. Me llamo Vincent Coccotti, soy asesor del señor Blue Lou Boyle, el hombre al que su hijo robó. Se que en otro tiempo usted fue policía, así que supongo que habrá oído hablar de nosotros. ¿Estoy en lo cierto?

Clifford: He oído hablar del tal Boyle.


Coccotti: Estupendo. Espero que eso elimine la pregunta que se habrá hecho sobre de qué le estoy hablando. Jugaremos a preguntas y respuestas, y a riesgo de parecer redundante, le ruego que sus respuestas sean sinceras. ¿Quiere un cigarrillo?

Clifford: No

Coccotti: Yo también tengo un chico de la edad de su hijo. Imagino lo doloroso que esto será para usted, pero Clarence y esa zorra que le acompaña se han buscado esto ellos solitos. Así que le imploro que no siga ese camino con ellos. Siempre puede consolarle el hecho de que no tenía elección.

Clifford: Oiga, me gustaría ayudarle si pudiera, pero hace mucho que no veo a Clarence.

Coccotti: ¿Ve este puño? (le pega en la cara) . Duele, ¿verdad? Que te partan la nariz es algo horrible. Notas cientos de punzadas en el cerebro y los ojos se te llenan de lágrimas. No es nada divertido, pero lo que yo quiero ofrecerle es lo mejor que va a conseguir. Y tiene la ventaja de que será rápido. Hablamos con sus vecinos, vieron un cadillac de color granate, y Clarence tiene un coche igual. Por lo visto ayer estaba aparcado aquí. Señor Worley, ¿ha visto a su hijo?

Clifford: Le he visto.

Coccotti: No estoy seguro de lo que le habrá contado así que, por si acaso no estuviera usted informado, le ilustraré un poco. Esa zorra con la que anda su hijo tenía un chulo que era mi socio, porque además de tener una agencia de nenas trabajaba para mí en calidad de correo. Bueno, al parecer, esa zarrapastrosa averiguó que íbamos a hacer un negocio, porque su hijo llegó al club en plan vaquero, pegando tiros, y no paró hasta cerciorarse que todos estaban muertos.

Clifford: ¿De qué coño está hablando?

Coccotti: De que mató a mi socio, y robó una maleta con droga. Luego huyó de allí. Se habrían salido con la suya, pero su hijo, el muy capullo, se dejó su permiso de conducir en la mano del muerto. (Risas)

Clifford: Perdone, pero no le creo.

Coccotti: Eso a mí no me importa. Lo que me importa realmente es que yo le crea a usted. ¿Adónde han ido?

Clifford: Están de luna de miel.

Coccotti: Vaya, me cabrea hacer la pregunta por segunda vez. ¿A dónde han ido?

Clifford: No me lo dijeron. Espere un momento y escúcheme. No había visto a Clarence desde hacía tres años. Ayer se presentó aquí con una chica. Dijo que se habían casado. Lo único que quería era algo de dinero en efectivo para irse de luna de miel. Quería que le prestase 500 dólares. Le dije que le ayudaría y le hice un talón. Luego desayunamos juntos y esa fue la última vez que le vi. Puedo asegurarle que ni ellos me dijeron dónde iban ni a mí se me ocurrió preguntarlo.

(Un matón le desliza la hoja de su navaja por la palma de su mano, hiriéndole, y le echa alcohol sobre la herida, Clifford grita)

Coccotti: ¿Sabe? Los sicilianos son grandes embusteros, los mejores del mundo. Yo soy siciliano, mi padre era el campeón del mundo de los embusteros sicilianos. Al crecer con él, aprendí cómo hacerlo. Hay diecisiete cosas distintas que uno puede hacer cuando miente, quien quiera descubrirle tendrá que averiguar las diecisiete formas. La mujer tiene veinte, el hombre diecisiete, pero, si las conoces como conoces tu propia cara, puedes mandar todos los detectores de mentiras al infierno. Lo que intentamos ahora es el juego de mostrar y contar, usted no quiere mostrarme nada pero así lo cuenta todo. Sé que usted sabe donde están, así que dígamelo antes de que le haga sufrir, porque de morir no se libra.

Clifford: ¿Podría fumarme uno de esos cigarrillos?

Coccotti: Claro

Clifford: ¿Tiene una cerilla? No, espere, no se moleste, yo tengo. Usted es siciliano, ¿eh?

Coccotti: Sí, siciliano

Clifford: ¿Sabe? Yo leo mucho. Sobretodo cosas ocurridas en la historia. Para mí es algo fascinante, y hay un hecho que no sé si usted conoce. Los sicilianos descienden de negros.

Coccotti: No entiendo. ¿Cómo? ¿Cómo ha dicho?

Clifford: (Risas) Bueno, es un hecho, sí. Verá, los sicilianos tienen sangre negra bombeando en sus corazones. Y si usted no me cree, documéntese. Hace cientos y cientos de años, los moros conquistaron Sicilia. Y los moros son negros.

Coccotti: Sí.

Clifford: Verá, por aquel entonces los sicilianos eran como los espagueti del norte de Italia, sí, tenían el pelo rubio y los ojos azules. Sin embargo, los moros invadieron la isla y cambiaron todo el país. Se aparearon tanto con las mujeres sicilianas que cambiaron la línea sanguínea para siempre. Por eso, el pelo rubio y los ojos azules se convirtieron en pelo negro y piel oscuro. ¿Sabe? Me resulta absolutamente asombroso pensar que hoy en día, cientos de años después, los sicilianos todavía llevan esos genes negros. Le aseguro (Coccotti ríe), no en serio, estoy citando la historia, está escrito, es un hecho, está escrito.

Coccotti: Me encanta este tío.

Clifford: No, en serio. Sus antepasados son negros. (Risas) Sí. Y su tataratataratataraabuela se folló a un negro. Y tuvo un hijo mulato. En serio. Es un hecho real. Dígame, ¿cree que miento?

Coccotti: No

Clifford: Porque usted es medio berenjena. (Risas)

Coccotti ríe a carcajadas.

Clifford: (señalando al resto de mafiosos): Y él, y él, y él

Coccotti: Y usted un melón (Risas)- Se levanta y le besa en la mejilla- Menudo tipo. Increíble. -A su segundo, refiriéndose a su pistola- Dámela- Le pega dos tiros- No había matado a nadie desde 1984.

La versión original:

sábado, 29 de diciembre de 2007

Trois petites notes (3): Concierto de año nuevo

Como no voy a poder conectarme en varios días, os dejo ya aquí el programa del concierto de año nuevo, para que os lo escuchéis el 1 de Enero por la mañana, con resaca y todo... aunque me parece que al GoEar le cuesta un poquito cargar cuando se activa desde el blog (os dejo los links directos a GoEar, por si acaso). Es un concierto a ritmo de vals, evidentemente; que para eso tiene el vals esa naturaleza infecciosa que se infiltra en cualquier música, sea rock, folk, jazz, soul o (por supuesto) chanson.





Preludio


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Y empezamos el año como la película más alabada de Coppola, con el Vals del padrino compuesto por Nino Rota. Él es seguramente mi músico de cine favorito. Por muchos motivos, entre ellos su capacidad para crear melodías que perduran en la memoria, su habilidad para combinar formas musicales tradicionales y su talento para orquestar sus propias piezas. Aquí, ya en los propios títulos de crédito, nadie puede dudar de quién dirige el baile cuando Rota hibrida el vals con las danzas populares sicilianas que puntúan las mandolinas.


Parte I


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En una etapa de los Stones que no me gusta y cuyos hits más bien aborrezco cordialmente, siento debilidad sin embargo por Backstreet girl, una canción ‘menor’ que es en realidad un vals sostenido por el compás de la guitarra de Richards, ayudado por Brian Jones tocando el acordeón. Jagger encuentra el equilibrio perfecto entre el ritmo de vals y el aire pop.


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Y Richard Thompson ni siquiera necesita respaldo instrumental para hibridar el vals con la balada folk en Waltzing’s for dreamers: le basta con su mano derecha, siempre impecable, y su fraseo, siempre matizado.


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‘One step for aching / and two steps for breaking / waltzing’s for dreamers / and losers in love’, canta Thompson... así que Tom Waits estaba predestinado a encontrarse con el vals. En Tom Traubert’s blues, uno de sus clásicos, parte de una pieza tradicional australiana para combinar blues y folk con el eco de vals que trae el estribillo. No en vano un ‘waltzing Matilda’ es un vagabundo en jerga popular australiana.


Parte II


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La chanson francesa siempre ha tenido un estrecho parentesco con el vals, y La valse jaune, sobre letra de Boris Vian, es una chanson clásica: de hecho, la música la puso la colaboradora inseparable de Edith Piaf, icono y paradigma de la chanson tradicional. A ritmo de vals canta aquí Béatrice Moulin su indisciplina bohemia y su preferencia por la noche, cuando ‘el sol en el otro lado del mundo baila un vals rubio con la tierra redonda, redonda, redonda...’


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Les oubliettes, de Serge Gainsbourg, ya es algo diferente. Porque Gainsbourg siempre aspiró a renovar la chanson, ‘contaminándola’ de jazz y de pop. Por eso aquí idea un vals de pegadiza melodía pop y le pone una trompeta jazzy y burlona que distancia la composición de la chanson tradicional... por si su propia interpretación vocal no bastara para sugerir su carácter paródico y la diferencia que quiere marcar con su propia herencia cultural.


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Yann Tiersen, famoso gracias a la banda sonora de Amélie, es otro que quiere reinventar la tradición musical francesa cuarenta años después de los primeros esfuerzos de Gainsbourg. En ningún sitio es esto más evidente que en La valse des monstres, un disco enteramente instrumental que compuso en 1995. Dos canciones llevan el mismo título que el disco, y se trata de idéntica melodía orquestada de modos radicalmente distintos: con el clásico acordeón primero, luego con el arreglo tubular y minimalista que se oye en el link de arriba.


Parte III


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Pero claro... si alguien se divierte adaptando y trastocando ritmos, son los músicos de jazz. No tanto en este caso, porque Michel Legrand es el compositor de jazz melódico francés por excelencia... quizá excesivamente melódico para ser realmente un músico de jazz. La valse des lilas es una de sus piezas más conocidas, bastante representativa de lo que pretendo decir. Eso sí... la trompeta que la interpreta aquí es la de Miles Davis, muy amigo de Legrand.


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Aunque, sin duda, el vals más conocido del ‘canon jazzístico’ es el Waltz for Debby de Bill Evans, dedicado a su sobrina. Su colaborador Gene Lees puso letra a la melancólica melodía y desde entonces ha sido cantado innumerables veces. Aquí lo interpreta Tony Bennett, y es el propio Evans quien está al piano.


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Pero ya antes de Legrand y de Evans había pretendido Fats Waller descomponer el ritmo del vals y mezclarlo con otros ritmos en su Jitterbug waltz, por este motivo tan difícil de interpretar. Aquí la voz es de Abbey Lincoln, una de las vocalistas más originales de la historia del jazz, y el piano es de Hank Jones.


Epílogo


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Repito para acabar el concierto a Serge Gainsbourg con su Valse de l’au revoir, en estilo más convencional esta vez. Pero es que me sirve para demostrar que nadie tiene el estilo sensual y exquisito de Juliette Gréco para interpretar las melodías con aire de vals, y me viene al pelo para despedirme por si acaso.

Disculpas en cualquier caso a Adso por publicar una entrada tan pegada a la suya última, pero realmente no podía organizarme de otro modo.

Besitos.

viernes, 28 de diciembre de 2007

Dylan & Macca encadenados

Linda McCartney, Paul McCartney, Sara Dylan, Greg Allman, Cher y Bob Dylan en una fiesta de Sexy Rod Stewart. Todo está conectao.

"Creo que Paul McCartney es la única persona por la que me siento intimidado. Puede hacerlo todo. Y nunca ha flojeado. Tiene el don de la melodía, tiene el ritmo, puede tocar cualquier instrumento. Puede berrear tanto como el que más y puede cantar baladas mejor que nadie. Hace melodías sin esfuerzo, motivo de sobra para sentirse intimidado... Hace todo sin esfuerzo. Ojalá se retire [Risas]. Cada cosa que sale de su boca está empapada de melodía."

(Bob Dylan, en la revista Rolling Stone)

Y Macca le devuelve los piropos al gran Zimmerman:

lunes, 24 de diciembre de 2007

El cuento de Navidad de Auggie Wren, por Paul Auster

Durante mucho tiempo, Paul Auster fue uno de mis escritores favoritos. No podía dejar de leer esas historias de azar y casualidades, personajes solitarios y ausencias afectivas en las que parecía que todo estaba conectado, y con las que tan fácil era identificarme. Literatura de estilo invisible, con una mayor complejidad que la aparente simplicidad de sus historias, y sobre todo, una capacidad para la narrativa como pocas veces había leído. Historias extrañas y mágicas, pero verosímiles, como la irrupción de lo imposible en medio de la cotidianeidad; una especie de religiosidad agnóstica de lo más atractiva.

Como suele pasar cuando uno se obsesiona con algo, llegó un momento en que acabé hastiado (ya se sabe que en el fondo, los escritores siempre están escribiendo la misma novela) y tuve que apartarme para tomar aire, y entonces conocí otras voces y otros ámbitos, que diría Truman Capote. Sus últimos trabajos, que coinciden con su mayor reconocimiento y premios, cada vez me interesan menos, quizá porque ya ha contado todo lo que tenía que contar. Un poco como le pasa a Woody Allen, supongo. Tal vez sea el cine su esperanza, un arte que cada vez parece interesarle más. De hecho, este año ha dirigido su segunda película, "La vida privada de Martin Frost"(tercera si contamos la pachanguera"Blue in the face"), que aún tengo pendiente. Precisamente el cuento que hoy os dejo, que fue publicado originariamente el 15 de diciembre de 1990 en el New York Times, sirvió de base para el guión de la magnífica "Smoke", escrito por el propio Auster. Espero que lo disfrutéis:

El cuento de navidad de Auggie Wren

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos, negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times, y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O´Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería corno tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado—, ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

–Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

“Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

“La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

“–¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

“–Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

“–Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.

“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

“–Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

“A1 cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos—. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

Paul Auster

Y de regalo navideño:

martes, 18 de diciembre de 2007

Mi problema con el Western

Cada vez que les pregunto a un par de amigos por su género cinematográfico favorito no dudan en responder: el Western. Un género clásico por excelencia, de hecho es uno de esos géneros que uno piensa que siempre han sido eso, clásicos. Ni antiguos ni modernos. Ni pasados de moda ni vanguardistas, siempre estuvo ahí y de la manera en que lo entendemos hoy, como si aquellas películas fueran más verdaderas que la propia historia reciente de EE.UU.. Aunque existen diferentes etapas y reinvenciones del género (casi todas impulsadas por John Ford) uno tiene la sensación de que es el género inmutable por excelencia. Me pregunto si vendrá de ahí mi problema con el Western. Si es que se le puede llamar problema. Porque no es que no me guste el western. Es más, reconozco que algunas de las mejores películas de la historia del cine son westerns. Y el mencionado John Ford, el director de western por antonomasia, está en lo más alto del olimpo cinematográfico, por mal que les pese a los progres que rechazan su mentalidad conservadora, que diría Juan Manuel de Prada.



El problema es que cada vez que voy a ver un film "del oeste", tengo que mentalizarme. Tengo que decirme a mí mismo: "¿Estás preparado para viajar durante dos horas al salvaje oeste?" Antes pensaba que lo que me resultaba difícil era acomodarme a una época y un lugar lejanos, pero por esa regla de tres, cualquier película de cine clásico me provocaría ese "problema", y no tengo que "mentalizarme" para ver cine negro, por ejemplo.

En otro momento pensé que todo se debía quizá a la limitación de espacios y personajes, siendo en general un género cerrado y con sus propias reglas. Este argumento se desmonta de nuevo con mi preferencia por el cine negro, aún más cerrado si cabe. Dame una mujer fatal, un policía corrupto, una traición y un par de disparos a quemarropa, y soy feliz.

¿Por qué, entonces? En mi cabeza, asocio western a sobremesas familiares en torno a la mesa del salón, a veranos asfixiantes viendo cabalgar a jinetes por el desierto, a diligencias asediadas por indios sembrando el terror, a John Custer y sus botas puestas, al uniforme del séptimo de caballería y al de la caballería confederada, y sobre todo a John Wayne. Es decir, un cine para todos los públicos, de tramas simples y buenos y malos bien definidos, grandes paisajes y héroes individuales y solitarios. Cuando uno va creciendo y va introduciéndose más a fondo en este tipo de films, se da cuenta de que bajo la aparente sencillez del traslado de cabezas de ganado a través de un río, o la espera de un sheriff de la llegada de una panda de villanos al pueblo, puede esconderse una verdadera descripción psicológica de personajes, toda una lección de humanidad y vida. Quizás sea por eso, quizás mi reserva se deba a mi "últimamente cacareada" postmodernidad, que rechaza el mensaje en los films (en las obras de arte en general), por entender que el arte debe describir, no juzgar los hechos.

Esta tesis, aunque válida en general, de nuevo se contradice con mi predilección a films del oeste con importante carga moral, como"Incidente en Ox Bow", de William Wellman, con un Henry Fonda en estado de gracia. Un film sobre la pena de muerte, negrísimo por otra parte, que además está basado en una historia real.

Mucho más "postmoderna" (como casi todo el western denominado "crepuscular"), y por pura lógica me fascinó, es "Pat Garret y Billy el Niño", donde Kris Kristofferson y James Coburn nos hablan, a través de una fotografía maravillosa y una banda sonora no menos genial, no sólo del fin de una época en la que los forajidos tienen los días contados (el antiguo camarada ahora es el brazo de la ley, pragmatismo o resignación contra idealización rebelde) sino también, creo, de la decadencia de un género que lo cierto es que ha ido dejando de interesar al público con el paso de los años. Un film con un argumento mínimo, con una presencia mítica de ambos personajes (sobre todo de un Billy convertido en una especie de Jesucristo del oeste, aunque el protagonista principal es el decadente Pat Garret) y un tempo y unos diálogos extrañísimos en un film de estas características. ¿Será por eso por lo que me gustó tanto? ¿Por qué se sale del patrón tradicional de argumentos y personajes?


No soy capaz de dar una respuesta satisfactoria. De hecho, pensando en films como estos u otros como "Sólo ante el peligro", "El hombre que mató a Liberty Valance" o "Grupo Salvaje", casi que me están entrando ganas de deshacerme de mis prejuicios con el western y olvidarme de "mentalizaciones" previas. Ahora que lo pienso, si hasta tengo (o mejor dicho, tenía) un sombrero de cowboy de color negro que compré en el mini-hollywood de Almería. Todo está conectado.

Supongo que no hay géneros mejores que otros, sólo buenas y malas películas. Aunque lo cierto es que apenas se hacen western hoy. Y los que se hacen, suelen dejar mucho que desear. Me habría gustado ver qué habría hecho Stanley Kubrick con "El rostro impenetrable" que finalmente dirigió Marlon Brando, o que harían hoy tipos como Tarantino o Scorsese con un género tan clásico. Imagino que Quentin tiraría por el lado Sergio Leone (en cierto modo, "Kill Bill" no deja de ser un western) y Martin... Martin bastante tiene con sus films sobre rock and roll, así que dejémosle ahí por ahora. Hablando de rock and roll, no se me ocurre mejor manera de terminar esta entrada que con esta maravillosa canción, que destaca el carácter "religioso" del film:


martes, 11 de diciembre de 2007

In my time of livin´

El estado de hibernación en el que se encuentra este blog no puede evitar un mínimo comentario a uno de los acontecimientos del año, la vuelta a los escenarios de Led Zeppelin veintisiete años después. Ocurrió en la noche de ayer, en el auditorio O2 de Londres, y en general las críticas han sido entusiastas. Suele ocurrir en estos casos que la excitación, el fanatismo y la nostalgia no siempre nos permiten que seamos objetivos con nuestras opiniones. Pero ¡qué demonios! Estamos hablando de una de las bandas capitales del rock and roll, de la que ya nadie esperaba volver a ver reunida, tras las múltiples diferencias entre Plant y Page, y sobre todo, tras la desaparición de Bonzo. Pero a veces los milagros ocurren, ya sea con la excusa del vil metal o del homenaje al fundador de Atlantic Records.

El set-list fue de esos que provocan salivaciones, que diría el perro de Paulov (que no sé yo si sería negro):

-Good times bad times
-Ramble on
-Black dog
-In my time of dying
-For your life
-Trampled underfoot
-Custard pie
-Nobody´s fault but mine
-No quarter
-Since i've been loving you
-Dazed and confused
-Stairway to heaven
-The song remains the same
-Misty mountain hop
-Kashmir
Encore:
-Whole lotta love
-Rock and roll

Aquí tenéis unas imágenes del evento:


John Paul Jones haciendo la cigüeña, Robert Plant en plan lolailo y Jimmy Page sin el tinte de la caja blanca. A las baquetas, el hijo de John Bonham.


Si Camela hubieran salido de la campiña inglesa...


George Washington, dazed and confused

Y de propina, el minuto de show que han mostrado las televisiones de medio mundo:



De momento aseguran que no habrá nuevo disco, ni gira, aunque Robert Plant no le haría "ascos" a realizar conciertos de vez en cuando. Tal vez se refería a eso Ian Astbury, líder de The Cult cuando afirmó que en el 2008 telonearían a Led Zeppelin en Londres.
Que Dios nos coja confesaos...

Por cierto, en cuanto al blog, digo lo mismo que Robert Plant respecto a Led Zep. Al menos de momento.

sábado, 27 de octubre de 2007

Deudas pendientes

El espíritu de Labordeta sigue caminando en silencio, obviando su compromiso con sus lectores, por causas ajenas a su voluntad, pero no olvida las crónicas pendientes que guarda en su zurrón:


Utrera, patria del mostachón y parada en la gira del perro de tres cabezas de Mother Superior.

El Ejido, a bigger gazpacho, ¿sabe?

Cantabria, la tierra que me vió nacer, crecer y enamorarme.

Sólo el tiempo dirá si el Santo Grial Labordetiano verá algún día la luz, ya que corren tiempos complicados en la sede de "La Cadena". Mientras todo vuelve a la normalidad, disfruten de maravillosos vídeos como este:



Y lean reflexiones tan inteligentes como la de El hombre de la esquina rosada, de mi colega Travis.

Volveremos tan pronto como sea posible. Pero no teman por nuestra tardanza, ya que como saben, todo está conectado.

martes, 28 de agosto de 2007

lunes, 20 de agosto de 2007

Shine a Light, de Martin Scorsese






Finalmente no será en septiembre sino en el 2008 cuando se estrene el nuevo film de Martin Scorsese, "Shine a light", un documental sobre la gira "A Bigger bang" de The Rolling Stones. Gran parte del material fue rodado en el Teatro Beacon de Nueva York durante la fiesta de cumpleaños de Bill Clinton, en el que contaron con invitados especiales de la talla de Buddy Guy, Jack White o ¡Christina Aguilera! (este Mick...). A estas alturas de la película, uno no sabe si el film estará más cerca del grandioso "The Last Waltz" o de "This is Spinal Tap", donde Rob Reiner parodiaba al bajito genio italoamericano. En cualquier caso, siempre hay ganas de Stones, y todo lo nuevo que se ruede, publique o edite, tendrá mucho interés. Estamos hablando de la mejor banda del rock and roll.

Mientras esperamos, echad un vistazo al trailer de la película, para poneros los dientes largos:



Y para entrar en la página española, pincha aquí:


En THE OBSERVER (publicado por el diario Clarín en español), Craig McLean charló con Scorsese sobre el proyecto:

¿Por qué los Stones? ¿Por qué ahora?

No sé. Tampoco sé por qué no. Nunca me lo pregunté, la verdad.



¿Cómo se acerca uno a lo que se supone es la película en vivo definitiva sobre la banda de rock más grande del mundo?

¡No lo sé! Tengo una larga historia con su música, sus canciones me influenciaron mucho. No los conocía. Sólo los había visto en concierto un par de veces a lo largo de los años. Lo más importante es que conocí su música en esos años formativos en los que la música es muy importante en tu vida. Para mí, eso fue entre 1963 y 1970. Y también a lo largo de los '70. Sus canciones terminaron apareciendo en Calles salvajes, Toro salvaje, Buenos muchachos, Casino y otras más. (Nota de la cadena: Malas Calles, Uno de los nuestros).

La canción "Shine a Light" era poco conocida hasta que los Stones la rescataron para su álbum en vivo "Stripped". ¿Por qué la eligió como título?

Me gustaba la idea de la luz: volver a echar luz sobre los Stones, iluminar su música y la contribución que hicieron a la cultura.

Pasó meses preparando el rodaje. ¿Por qué tanto?

Estaba tratando de encontrar una estructura narrativa que después abandoné, los preparativos, el hecho de que a la vez todavía seguía trabajando en la mezcla de Los infiltrados. Entonces no imaginaba que Los infiltrados iba a tener tan buena recepción crítica, sólo esperaba que funcionara en taquilla. Hay ciertas películas que me las quiero sacar de encima. Y eso me pasó con ella. Cuando la terminé, filmar con los Stones fue catártico. Quise captar, en una performance, 40 años de historia.

En su preparación, ¿vio los otros documentales de los Stones?

Vi Cocksucker Blues (de Robert Frank), que me gusta mucho, es un gran documento de esa época. Sympathy for the Devil la había vuelto a ver hacía poco, así que no la revisé. Esa película es esencial. Las escenas de ensayo que filmó (Jean Luc) Godard con las viñetas que agregó, la convierten en una película que aún hoy es poderosa. Te hace redefinir tu manera de ver la vida, la realidad y la película. En Sympathy..., además, lo importante era ver como los Stones armaban esa obra maestra. Es extraordinaria.


En la película se ve a Jagger manejando todo. ¿Te dejó entrar en el "círculo íntimo" para hacer el documental?

Sí. Es un proceso de colaboración. La experiencia fue maravillosa. Pero yo siempre me quejo. Es parte del proceso. Si no me quejo, no la estoy pasando bien...


A Mick no le gusta nada dar entrevistas. ¿Cómo se arregló con eso?

¡No les hice entrevistas! ¿Qué querés saber de ellos? ¿Qué? ¡Hace 40 años que los conocemos! Ya han dicho todo. ¿Qué se les puede preguntar? Todo es su música y su actuación. Eso es lo que queda, lo que me inspira. Así que decidí no entrevistarlos.


¿Cuál cree que es el secreto de la relación entre Jagger y Richards?

Viéndolos trabajar juntos y actuar parecen ser completos opuestos. Mick se mueve muy rápido. Keith, muy despacio. Parece que se balancearan extraordinariamente bien. Y en términos de música y de letras parecen una pareja perfecta para colaborar, el ying y el yang del grupo.


¿Por qué cree que, después de tanto tiempo, nos siguen fascinando?

Es el poder de su música. Para mí, no tiene que ver con los '60, los '70 o los '80. Es lo que son ahora. Cómo tocan y cómo interactúan. Y lo que todo eso le provoca al público. Esa es la verdad. Podés meter adentro toda la historia, pero yo creo y siento que todo está ahí, en el momento. Es ahí cuando te afectan, emocional y físicamente. Todavía me siguen inspirando. No me pude resistir. Tenía que hacer esta película.


jueves, 16 de agosto de 2007

martes, 14 de agosto de 2007

París, la ciudad de la luzzzzzzzzzzzzzzzzzz

De vuelta de nuestra aventura cántabra, de la que regresamos más sanos y más sabios, y de cuyas peripecias dará buena cuenta nuestro espíritu labordetiano, les dejo con este cortometraje de 1976 de Claude Lelouch, que permite conocer la capital francesa como nunca imaginaron. Más cerca del discurso de Aznar que del de la Campaña de Tráfico, lo cierto es que sorprende porque además se insiste en que todo lo que aparece en el film es real, sin trampa ni cartón. Juzguen ustedes mismos. Hay una versión posterior, con las mismas imágenes y el sonido de un Ferrari, pero este es el auténtico, el de un Mercedes.*

C'etait un Rendezvous, Claude Lelouch






* Con ocasión de su 30 aniversario, Lelouch volvió a montarse en un Mercedes y grabar el mismo recorrido original, respetando esta vez los límites de velocidad. Como diría Homer: Me abuuuuurro.

martes, 31 de julio de 2007

El nadador, de John Cheever



Cuando sea mayor, quiero escribir como John Cheever, uno de los mejores cuentistas americanos, un tipo atormentado que escribía como esos ángeles en los que quería creer. Con ese misticismo agnóstico tan lleno de poesía y simbolismo cargado de ironía, con esa manera tan personal de describir la cruda realidad del idealizado american way of life.

Si de toda su producción elijo hoy "El nadador" es por pura debilidad personal. Un cuento sobre la condición humana y el paso del tiempo, con reminiscencias de la odisea de Homero, capaz de concentrar en tan sólo 17 páginas, a través de hermosas descripciones plagadas de símbolos y metáforas, la decadencia de la clase media-alta californiana. Un cuento bello y triste, con ese estilo tan característico y atractivo.



Existe una extraña y hermosa película, protagonizada por Burt Lancaster, basada en este cuento, que recomiendo fervientemente.

EL NADADOR

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.

Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.

Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.

Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.

-Caramba, Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. –Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.

El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:

-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.

Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?

Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.

La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.


Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.

Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.

El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:

-¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!

Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.

Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.

La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.

-Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.

-Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.

-Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned-. Unos seis kilómetros.

Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:

-Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.

-¿Mis desgracias? –preguntó Ned-. No sé de qué habla.

-Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…

-No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned-, y las niñas están allí.

-Sí –suspiró la señora Halloran-. Sí… -Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad-. Gracias por permitirme nadar.

-Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.

Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?

Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.

-Oh, Neddy –exclamó Helen-. ¿Almorzaste en casa de mamá?

-En realidad, no –dijo Ned-. Pero en efecto vi a tus padres. –Le pareció que la explicación bastaba-. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.

-Bien, me encantaría –dijo Helen-, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?

-Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen-. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!

Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.

-Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro-. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.


Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.

-Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta- y también los intrusos.

Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.

-En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente-, ¿puedo pedir una copa?

-Como guste –dijo ella-. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.

Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:

-Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. –Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… -Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. –Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.

La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?

-¿Qué deseas? –preguntó.

-Estoy nadando a través del condado.

-Santo Dios. ¿Jamás crecerás?

-¿Qué pasa?

-Si viniste a buscar dinero –dijo-, no te daré un centavo más.

-Podrías ofrecerme una bebida.

-Podría, pero no lo haré. No estoy sola.

-Bien, ya me voy.

Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.


Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.

El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

(The New Yorker, 18 de julio de 1964.)