miércoles, 30 de mayo de 2007

viernes, 25 de mayo de 2007

Trois petites notes (1): De degenerados, inversiones y vidas quebradas


Hace pocos meses estuve en el Judisches Museum de Berlín. Es un edificio vanguardista de Daniel Libeskind que resulta muy impresionante porque trata de reproducir en su misma arquitectura la experiencia de los judíos alemanes: el jardín laberíntico que recrea la confusión del exilio, la torre silenciosa y oscura que evoca el vacío del holocausto. Por eso es también un edificio plagado de líneas con la trayectoria interrumpida: la planta zigzagueante del conjunto, las vigas que parecen empotrarse en muros ciegos, los pasillos de trazado imprevisible, las ventanas que se abren en su fachada metálica como hachazos... todo en el propio edificio alude a las biografías quebradas que contiene. Porque la mayor parte del espacio de exposición del museo está dedicada a ilustrar y relatar las vidas de cientos (quizá miles) de judíos que en algún momento residieron en Berlín: comerciantes, panaderos, médicos, artistas de renombre, rabinos ortodoxos o banqueros acomodados, fragmentos de vidas de hombres y mujeres a lo largo de casi diez siglos se entremezclan de forma algo confusa en los espacios en zigzag. Casi imposible encontrar nada, o a nadie, en esa selva de trayectorias quebradas. Y, sin embargo, allí me encontré de pronto con las biografías de Mischa Spolianski, Kurt Weill y Hanns Eisler. Tres nombres que hace tan solo unos años no me hubieran dicho gran cosa.

Mischa Spolianski: el judío que osó burlarse de Hitler


Las canciones de Spolianski triunfaban por todo lo alto en los cabarets alemanes en 1933. Quizá sólo Friedrich Hollaender, el autor de la música de El ángel azul, rivalizaba en popularidad con él. Judío ruso emigrado a Berlín a comienzos de siglo, huyendo de los asaltos contra los ghettos judíos en la futura república soviética, Spolianski era conocido por la acidez y la osadía de sus letras. En una de ellas, Ich bin ein Vamp!, una vampiresa coleccionista describía sus posesiones más preciadas, y acababa diciendo: ‘Es cierto que algunas piezas las encontré en cubos de basura, como la constitución de Weimar y el primer bigote de Hitler’. Motivo suficiente para tener que emprender camino a Francia el día siguiente de las elecciones, si no hubiera escrito ya Spolianski por entonces todo tipo de canciones celebrando la ambigüedad sexual y el travestismo, la homosexualidad legalmente prohibida o la emancipación de la mujer. Todo un exponente de la ‘música degenerada’ (entartete musik) que el nazismo se propuso borrar de la faz de Alemania... aunque para ello tuvieran que regular por ley el porcentaje de síncopa que podía contener una composición interpretada en público, con el fin de combatir la popularidad creciente de esa música de razas inferiores conocida como jazz.


Con Spolianski emigraron también a Francia Hollaender, Heyman, Nelson, Goldschmidt... judíos casi todos, músicos cosmopolitas y ácidos que criticaban la moral burguesa, desgranaban sus decepciones o esperanzas y burlaban la censura desde todos los garitos de Berlín aprovechando la relativa libertad de expresión que reinó en la Alemania de Weimar. Ellos habían hecho del Berlín amargo de entreguerras la indiscutible capital cultural de Europa, de su hedonismo algo siniestro una seña de identidad reconocible, y del cabaret quizá su expresión artística más paradigmática. Bajo su influjo París experimentó una revitalización musical y escénica impensada en la década de los 30, antes de que se hiciera patente la necesidad de poner una distancia aún mayor.


Tras los breves años felices de París, vino la diáspora. Muchos cruzaron el Atlántico, algunos se refugiaron en Suiza. Mischa Spolianski se trasladó a Inglaterra en 1938 para probar suerte en la floreciente industria cinematográfica. Ese mismo año, sus canciones subversivas eran interpretadas públicamente de nuevo en el viejo Berlín, mano a mano con las obras sinfónicas de Mahler y Schönberg, como muestra aleccionadora de los extremos de degeneración que puede alcanzar la raza humana. Sin duda. Habían de pasar muchas décadas hasta que la producción artística de toda aquella generación dispersada por la maquinaria imparable del exterminio fuese recuperada y devuelta a los escenarios.

Kurt Weill: el genio que renovó la música escénica


Es difícil valorar los efectos devastadores de la política cultural nazi sin comprender la brillantez creativa de los hombres y mujeres cuyas carreras truncó. El Berlín de los años 20 había sido testigo y contexto de uno de los proyectos culturales más ambiciosos del siglo XX, protagonizado por algunos de los escritores, músicos, escenógrafos e intérpretes más dotados del momento. Su pretensión: efectuar una auténtica inversión en los usos y formas de expresión cultural. Su punto de arranque: la renovación de las formas musicales de mayor arraigo burgués, tales como el lied y, sobre todo, la ópera. Sus armas: una sólida formación clásica en la tradición musical y literaria alemana, una estrecha familiaridad e identificación con los movimientos de vanguardia, una fe profunda en el potencial crítico y el carácter inherentemente político del arte, una intuición exquisita para las colaboraciones interdisciplinares más fértiles y una voluntad de repercusión popular de la que suele carecer la experimentación artística. Sin embargo, de todos los esfuerzos en este sentido, ninguno conoció el éxito arrasador de una ópera moderna compuesta en 1928 por un dramaturgo comunista y un músico judío.


Cuando Hitler fue nombrado canciller de Alemania, en Enero de 1933, La ópera de los tres centavos (Die Dreigroschenoper), de Bertol Brecht y Kurt Weill, había sido representada más de diez mil veces en todos los escenarios de Europa. Un éxito inaudito para una obra creada en tres meses con la pretensión de convertir en herramienta de crítica social la más burguesa de las formas musicales. Pese a la pervivencia del personaje protagonista de Brecht, Mackie Navaja, sin embargo la popularidad imbatible de Die Dreigroschenoper seguramente ha de atribuirse más bien a la música de Weill. Desafiando la distinción entre música culta y música popular, Kurt Weill creó para esta ópera satírica un estilo verdaderamente nuevo de canción, combinando elementos de la canción popular tradicional con innovaciones rítmicas procedentes del jazz y acordes disonantes próximos a la música dodecafónica. Una síntesis genial que logró la infrecuente hazaña de ser, al mismo tiempo, alabada por la crítica más exigente y tarareada por todos los públicos.


La delicada tensión entre lo culto y lo popular, también entre lo artístico y lo político, que cimentó el prestigio y la fama de Weill en Alemania le abrió también las puertas de todos los empresarios y agentes teatrales de los países que recorrió en su exilio, aunque nunca volvería a conocer un éxito tan resonante. Esa misma tensión, que explica la afortunada sinergia de su trabajo con Brecht, fue en última instancia la causa de su ruptura. Cuentan las crónicas que Weill dio por terminada una colaboración que se había mostrado tan inspiradora y fructífera durante años diciendo que ‘Lo siento, yo no puedo poner música al Manifiesto Comunista’. Tras un par de años en París, en los cuales compuso una preciosa habanera titulada Youkali y también (aún con Brecht) el ballet cantado de Los siete pecados capitales, Weill emprendió finalmente rumbo a Estados Unidos, donde Broadway y Hollywood operaban como polos de atracción para aquellos músicos degenerados que tanto tenían que decir en la música escénica del siglo XX. Ninguno, quizá, tuvo un destino tan afortunado como Weill en su etapa americana. Sus críticos, sin embargo, se preguntan si no fue a costa de ‘convencionalizar’ su genio creativo en favor de las taquillas neoyorquinas.

Hanns Eisler: a real nowhere man


Quien nunca encontró asentamiento, en cambio, fue Hanns Eisler. Su trayectoria parece cortada por el mismo patrón zigzagueante que las de Spolianski y Weill, y sin embargo nadie como él sufrió y expresó la alienación del exilio. Eisler fue, quizá, más un intelectual que ‘meramente’ un artista, si es que una cosa y la otra se pueden distinguir por la importancia que se otorga a la reflexión explícita sobre la propia creación. Discípulo de Schönberg, comunista convencido, colaborador habitual de Brecht, participante activo en la efervescencia cultural de Berlín en los años 20, Eisler se propuso efectuar la misma ‘inversión’ que Weill había hecho de la ópera en otra de las formas musicales burguesas por excelencia: el lied, o la canción de recital, que tan incardinada se encuentra en la tradición clásica alemana. Y así nació el massenlied, o canción de masas.


Suele atribuirse a Schönberg, un hombre tan polémico y elitista como influyente en la música contemporánea, esa afirmación de que ‘No hay que hacer ni una sola concesión a las armonías fáciles: el oído del pueblo se educa’. Es fácil imaginar, pues, su espanto al ver el talento de uno de alumnos más prometedores invertido en la composición de piezas cuyo destino era ser cantadas a voz en cuello en movilizaciones obreras de diverso género. Pero Eisler era hombre de principios, y los massenlieder eran su forma de devolver el acervo musical alemán al pueblo.


Sin embargo, algo se quebró definitivamente en él cuando hubo de abandonar Alemania. La fe, seguramente. Tras un periodo en Nueva York, Eisler aterrizó en 1938 en California, por entonces escenario y destino privilegiado de la mayor diáspora cultural del siglo. Docenas de dramaturgos, novelistas, músicos, actores, cineastas o escenógrafos huidos del régimen nazi se reencontraban allí esperando poder hacer uso de sus contactos en la industria cinematográfica para ganarse la vida. Eisler, hombre bien relacionado y músico de talento, no tuvo grandes dificultades para encontrar un hueco. Pero también fue testigo de cómo, para otros de sus colegas, la ‘fábrica de sueños’ se convertía en un infierno en vida, y nunca dejó de sentirse un extraño en el entorno de una industria cultural cuyos criterios de calidad y éxito tanto diferían de los suyos propios. Por encima de todo, se sintió muy solo. Y entonces retornó a la forma íntima y lírica del lied alemán, ésa que había vuelto del revés sólo quince años antes, para componer en colaboración con Brecht The Hollywood songbook, a la vez un auténtico cancionero del exilio y una desoladora visión del paraíso, y sin duda su obra más emotiva. Apenas cinco años después de haberlo terminado, Eisler fue deportado de Estados Unidos en base a un informe del comité de actividades antiamericanas de McCarthy y acabó instalándose en la RDA, donde también su lealtad política había de ser cuestionada antes de que pasara mucho tiempo. Condenado al ostracismo por las sospechas del régimen y sumido en una depresión, Eisler murió en Berlín Este en 1962 sin haber oído jamás interpretado, ni una sola vez, The Hollywood songbook.

Cómo o dónde escucharlos

La música de todos estos compositores ha experimentado una cierta recuperación en los últimos veinte años, de modo que hoy no es difícil encontrar diversas versiones de, al menos, sus obras más conocidas. Además, en consonancia con su cuestionamiento de las barreras entre música popular y música culta, o entre música clásica y música moderna, se les encuentra tanto en las secciones de clásica como en las de jazz o pop-rock. A Weill lo han interpretado desde los cantantes de ópera más consagrados hasta Marianne Faithfull o Nick Cave, pasando por Ella Fitzgerald y Frank Sinatra y, por supuesto, los y las cantantes de cabaret y music-hall de todas las épocas y nacionalidades. Con los otros dos, pese a que carecen de la popularidad y la expansión de Weill, pasa algo similar en cuanto a la heterogeneidad de las interpretaciones. Como no es cosa de eternizarme en listas (ya se ha hecho esto demasiado largo), y por fidelidad al título de esta ‘sección’, yo he seleccionado tres recomendaciones: cada una es de uno de los tres compositores mencionados, y todas ellas son de diversos estilos. Ni que decir tiene, las tres me gustan mucho.

Berlin Cabaret Songs, por Ute Lemper

Yo no tendría reparos en decir que Ute Lemper es la mejor intérprete actual de cabaret. Tan cosmopolita como los autores que interpreta, y tan capaz como ellos de lograr una síntesis atractiva entre clasicismo y modernidad. Este disco, que también tiene una versión íntegra en inglés, está integrado casi a partes iguales por canciones de Mischa Spolianski y de Friedrich Hollaender, los dos compositores que literalmente crearon el personaje escénico de Marlene Dietrich en los años 20. Los arreglos, de resonancias jazzísticas, se ajustan como un guante a la intérprete.

Die Dreigroschenoper, por Lotte Lenya

Lotte Lenya fue la mujer de Weill y la protagonista principal de todos sus musicales. De hecho, Weill creó, por medio de ella, un nuevo tipo de intérprete: la prostituta o mujer abusada que cantaba todos los aspectos más crudos de la realidad con una voz angelical. La mayoría de las intérpretes posteriores de Weill han favorecido la primera faceta en detrimento de la segunda, deshaciendo de este modo una ambigüedad que Weill y Lenya buscaban intencionadamente. Aunque por la época de esta grabación Lenya ya era mayor y había perdido su registro más agudo, sin embargo conserva la forma de cantar lírica de sus inicios. Justo es, pues, oírle la obra más popular de Brecht-Weill a su intérprete originaria.

Tank battles: the songs of Hanns Eisler, por Dagmar Krause

Dagmar Krause se había hecho ya un nombre en la escena musical ‘indie’ mediante su participación en diversos grupos de rock en los 70 antes de recalar en la música de sus compatriotas alemanes de la época de Weimar. Y verdaderamente fue un hallazgo feliz, porque la entartete musik le va muy bien tanto a sus aptitudes vocales como a su estilo interpretativo. Este disco es ‘gemelo’ de otro (Supply and demand) integrado fundamentalmente por canciones de Weill, y hace un recorrido general por las canciones de Eisler, desde alguno de los massenlieder iniciales o de piezas de su teatro musical hasta una representación muy aceptable de las canciones del Hollywood songbook.

lunes, 21 de mayo de 2007

¿Ustedes creen que esto es grasioso?

Mientras preparo nueva crónica de El espíritu de Labordeta (que no he podido realizar debido a una indisposición), les regalo este magnífico vídeo de Mighty Axl perteneciente a un concierto de Guns and Roses en Argentina. En él, podemos ver a nuestro egomaníaco favorito parando el show para ofrecer un monólogo sobre el peligro de la violencia en los conciertos. Lo gracioso del asunto es que una intérprete va traduciendo al castellano cada una de las frases de la estrella, quien amenaza con acabar el evento si se repiten más incidentes. Vivir para ver.



Aprovecho además para presentar a mi amiga Realice, quien nos deleitará desde su sección sobre todas aquellas músicas que a mí se me escapan. Todo un lujo que forme parte de este proyecto, os lo aseguro. Estoy convencido de que sus inteligentes comentarios no os dejarán indiferentes. Ya era hora de que la alta cultura hiciera entrada en este blog.

lunes, 7 de mayo de 2007

Escenas encadenadas (1): Rufus Hannassey en "Horizontes de grandeza"

Película: Horizontes de Grandeza (The Big Country)
El rico capitán naviero James McKay (Gregory Peck) llega a las vastas llanuras de Texas para casarse con Pat terrill, la hija de un rico y orgulloso ranchero. McKay es un caballero cuyos valores y visión de la vida distan mucho de los de los rancheros, y en especial de los del capataz Steve Leech, que enseguida se siente enfrentado a él. El padre de Pat, Henry Terrill, está disputando una sangrienta guerra con el clan dirigido por Rufus Hannassey a causa de los derechos del agua para abrevar el ganado. (Filmaffinity)

Escena: Rufus (el gran Burt Ives), jefe del clan de los Hannassey, irrumpe en la casa de Henry Terrill durante un baile, para retarle, delante de todos los presentes, después de que los hombres del primero arrasaran el poblado de los Hannassey a traición.



Henry Terrill: ¿Qué deseas Hannassey?
Rufus Hannassey: Devolver la visita que tú y tus hombres me habéis hecho esta mañana. Siento no haber estado allí para recibirte como mereces.
Henry Terrill (a Leech): Déjale que diga lo que sea.
Rufus Hannassey: Tómalo con calma. He de hablar de muchas cosas que llevo treinta años sufriendo. Qué hermosa casa tienes Mayor, casa de caballero, y lo mismo digo del traje que llevas. Es posible que engañes a algunos de estos señores pero a mí no me engañas en lo más mínimo. Los Hannassey conocen y admiran a un caballero en cuanto le ven, y reconocen a un truhán de siete suelas apenas le huelen. Yo no he venido aquí a protestar porque veinte de tus matones vapulearan a tres de mis hijos hasta dejarlos tundidos. Quizás se lo merecieran, y además ya están lo bastante crecidos para soportar la paliza. Y no protesto tampoco por el hecho de que estés tratando de comprar el rancho Valverde, para matar de sed a mi ganado, aunque confieso que me entristece ver a la nieta de un caballero auténtico como Maragon bajo este techo. Te diré por qué he venido, Mayor Terrill. Tú te has metido a tiro limpio por mis tierras asustando a los niños y a las mujeres. Tú has invadido mi hogar como si fueras la ira del Todopoderoso. Y yo te digo... que he conocido a toda especie de canallas en este mundo, pero que nunca vi uno más bajo, más rufián, más cobarde e hipócrita que tú. Puede que te hayas engullido a mucha gente, pero a mí no me tragarás. Yo me agarro a tu gaznate ... y de allí no me marcho. Y óyeme ahora: ha sido la última vez que entras en mis tierras y pegas a mis hombres. Quedas advertido, pon los pies en el Cañón Blanco de nuevo y la sangre correrá por todo el país hasta que no quedemos ninguno. Yo no tengo la mía en mucho conque... si quieres empezar...toma!! (plonk!!)... puedes hacerlo ya!!
(Doblaje original)

domingo, 6 de mayo de 2007

sábado, 5 de mayo de 2007

Nick Hornby, rock & gol



La primera referencia que tuve de Nick Hornby fue, como casi todo el mundo, "Alta fidelidad", novela que leí antes de ver el film de Stephen Frears y protagonizada por John Cusack. Una historia divertida y tierna, enmarcada en la pasión musical de un tipo al que le cuesta adquirir responsabilidades sentimentales, quizás porque ha escuchado demasiadas canciones de amor. Un libro con cierto tinte autobiográfico, a pesar de que Hornby jamás ha regentado una tienda de discos (es curioso, cada vez que pienso en "Alta Fidelidad" me acuerdo del gran Buddy Bradley) . Por cierto, a los que tildan de traición al hecho de que en la película la acción se desarrolle en Chicago (en el libro es Londres) decirles que igual se equivocan, ya que casi todo lo que tiene que ver con el personaje de Rob, su "sabiduría musical" y todo lo referente a la tienda de discos está basado en la temporada que Hornby pasó en los Estados Unidos.

Aunque me gustó "Alta fidelidad", por aquel entonces no sabía demasiado sobre un escritor con pinta de hooligan (de hecho, fue hooligan en sus años mozos y lo sigue siendo en cierto modo hoy), que divide sus pasiones entre los partidos del Arsenal y la música pop. Desconocía por ejemplo que nació el mismo día que yo (todo está conectado), que había sido profesor de literatura en Cambridge (etapa en la que se hizo hincha del Cambridge United) o que fue periodista musical durante una temporada. El pasado mes de marzo tuve la fortuna de asistir a un festival de Spoken Word en el teatro Lope de Vega de Sevilla, donde el autor dió buena muestra tanto de su sentido del humor como de su melomanía pop. Acompañado por Marah, ese gran secreto a voces del rock and roll (triunfarán el día que cuelen un hit en una película de Spielberg o en un anuncio de Nike), consiguió de alguna manera escenificar lo que se cuenta en su libro "31 canciones", quicir, reflexionar sobre algunas canciones fundamentales en la vida del escritor mientras la banda de Philadelphia realizaba su propia versión de cada canción elegida.

Estos días he estado leyendo "Fiebre en las gradas" y el mencionado "31 canciones". En el primero, tomando como guía recuerdos de partidos de fútbol (la mayoría del Arsenal) el autor cuenta su propia autobiografía de hooligan, narrando sin tapujos su pasión futbolera, a veces incomprensible e incluso vergonzante. Pasión futbolera que en algunas etapas daba sentido a una existencia ligada al ritmo de la competición liguera, y cuya identidad iba pareja a un equipo que nunca juega bien, a un campo que cobra vida en cada partido, y a unos jugadores que forman parte de la historia personal del autor. Aunque a veces opina sobre temas “serios” como la violencia en los estadios o añade opiniones de ámbito sociológico sobre la relación fútbol/adolescencia, lo frecuente en el libro es su propia vivencia personal, la búsqueda inicial de la integración entre los hinchas “reales” del equipo (él se sentía un farsante por vivir en una población adyacente a la capital y fingir ser del norte de Londres), sus experiencias con amigos o chicas en el estadio, y sobre todo, su manera de vivir una pasión imposible de explicar a quien no la comparte. Primero como refugio (a una difícil experiencia tras la separación de sus padres) y al final como adicción reconocida y de la que no puede curarse, conocemos la propia evolución de Hornby a través de los años, desde los viajes en autobús y el asentamiento en las gradas de los escolares, pasando por la adolescencia orgullosa del Fondo Norte de los hooligans hasta llegar a esa madurez en localidades de asiento lateral, con su hogar muy cerca de Highbury y una vida más cómoda y segura. The times they are a-changin´.

En “31 canciones”, Hornby reflexiona sobre algunas de sus canciones favoritas y sobre lo importantes que son para él, no tanto por los recuerdos asociados (¿a qué puede recordarte una canción que has escuchado millones de veces? se pregunta Hornby), ni tampoco como crítica musical al uso, sino de una manera personal y afectiva, pasional y sobre todo, adictiva. Aunque no coincido con los gustos del autor al 100% y definitivamente yo eligiría 31 canciones diferentes (entre otras cosas porque muchos de los artistas que elige ni me suenan), es un placer introducirte en sus páginas, en las que a veces muestra opiniones sin desperdicio, de las que no me resisto rescatar algún ejemplo:

“Los que nacimos en los últimos años cincuenta y nos enamoramos de la música rock los primeros setenta tenemos una complicada relación con los solos. Recuerdo estar viendo a Grand Funk Railroad tocar en Hyde Park e intentar, con lo que en el recuerdo se me aparece como una buena voluntad que parte del corazón, disfrutar, apreciar o entender aquel solo de batería de veinte minutos; un par de años después, más viejo y más sabio y ya casi al final de la adolescencia y con una armazón mental prepunk y antiautobombo, me largué del show de Led Zeppelín en Earl´s Court durante una interminable extravagancia de John Paul Jones con su teclado, me fui a un pub del barrio a tomar una cerveza y echar una partida de billar y volví justo a tiempo de pillar el final de la entrada de Jimmy Page con el arco de violín, perdiéndome así completamente “Moby Dick”. No lo lamento”. No sólo no lo lamento sino que incluso, ahora que lo pienso, aquella noche aprendí una de las lecciones más útiles de la vida, uno de los pocos consejos reales para ofrecer a las generaciones jóvenes: ¡ESTÁ PERMITIDO MARCHARSE!”

“Siendo perversos, se podría argumentar que cuando se escucha música pop inglesa nunca se oye a Inglaterra. Los Beatles y los Rolling Stones eran, en sus años de formación, grupos de cover americanos que cantaban con acento americano; los Sex Pistols eran los Stooges con mala dentadura y un manager ladino, y David Bowie la versión escuela de artes de Jackson Browne hasta que vio a los New York Dolls.”

“Yo intento no creer en Dios, por supuesto, pero a veces en la música, en las canciones, pasan cosas que me dejan de piedra, me hacen pensarlo dos veces. Cuando las cosas suman más que la adición de sus partes, cuando los efectos conseguidos son inexplicables, los ateos como yo empiezan a entrar en terreno difícil”.

“Porque a mí me parece que la gente que sigue con la música pop más tiempo es la que se confía a muy tierna edad a alguien como Rod Stewart, alguien que era él mismo, claramente, un fan”.

Pequeños ensayos sobre canciones en los que, de nuevo, como ocurría en “Fiebre en las gradas” se habla más del propio autor que del supuesto tema del libro. En esta ocasión, entre canción y canción, se cuela el autismo de su hijo Danny (y su manera de apreciar la música, incluso con sus dificultades), las adaptaciones fílmicas de sus libros y la llegada de la fama, reuniones con amigos y sobre todo, una honestidad brutal en cada una de sus líneas. Nick Hornby se muestra tal cual es (de la misma manera que viste como ha vestido siempre, con vaqueros y camiseta aunque sea un escritor de éxito, su indumentaria no dista demasiado de cualquier seguidor londinense del Arsenal), sin darse importancia ni pretender aparentar saber más que nadie, o tener los gustos más exquisitos. Recuerdo que en el festival de Spoken Word, y tras su última intervención, bajó del escenario y se sentó entre el público para disfrutar del show de Marah como uno más. Eso, en el mundo de hoy, lleno de gafapastas, modernikis, posers y enteradillos, es como mínimo digno de agradecer. Alguien capaz de confesar que la música clásica no le afecta emocionalmente, o que incluso se atreve a destacar una canción de Nelly Furtado en la selección, es alguien a destacar, sobre todo teniendo en cuenta que es un gran fan de Rod Stewart, por lo que no puede ser una mala persona. Y no sólo por ser sincero y evitar ser quién no eres, sino por hacerlo públicamente y en libros que leerán millones de personas. Piensa que en “Fiebre en las gradas”, por ejemplo, hay un episodio en el que asiste una tarde a Highbury con su novia y ésta se desmaya, y él no es capaz de interesarse por ella hasta que no finaliza el partido. No es algo de lo que se sienta orgulloso, pero creo que da una idea de lo que estoy tratando de decir.

Volviendo a “31 canciones”, es curioso que a pesar de no considerarse fan de Dylan tenga del judío de Minnesota más discos que de ningún otro artista (una veintena). Pero claro, los verdaderos fans de Dylan jamás le tomarían como un igual. Afirma que “Thunder Road” de Springsteen fue la que le hizo querer ser escritor (así como admira la determinación del Boss frente a los ataques a su integridad, de la que se hace eco), que los chavales de hoy escuchan a todos esos raperos soltando insultos porque la música rock ha perdido su condición de rebeldía y hay que buscar algo que sea realmente “peligroso”, ofensivo, distinto al gusto de sus progenitores; confiesa que no quiere volver a escuchar “Frankie Teardrop” de Suicide nunca más (sólo la ha escuchado una vez) por el efecto negativo y devastador en tu estado de ánimo (cuya descripción me ha resultado tan atrayente que he buscado la canción, por supuesto), que "Samba pa ti" de Santana fue su descubrimiento de música sexual, y que quiere que “Caravan” de Van Morrison suene en su funeral. Esperemos que eso sea dentro de muchos años, porque necesitamos más obras de Nick Hornby.

Y mientras, uno se queda pensando en qué canciones habría elegido, y en el porqué de esa elección.

martes, 1 de mayo de 2007

Cerdos volando

Unas muestras youtubadas del concierto de Roger Waters en el Palau Sant Jordi, en la gran tradición de la saga "yo ehtuve allí":

Shine on your crazy diamond (Cosmos + Jesús Quintero)




Un cerdo volando durante "Sheep" (Ahí la llevas, Toshack)



On the Run/Time (Dame un cilindrín, fotero)



Realmente grande, ¿no creéis?