martes, 31 de julio de 2007

El nadador, de John Cheever



Cuando sea mayor, quiero escribir como John Cheever, uno de los mejores cuentistas americanos, un tipo atormentado que escribía como esos ángeles en los que quería creer. Con ese misticismo agnóstico tan lleno de poesía y simbolismo cargado de ironía, con esa manera tan personal de describir la cruda realidad del idealizado american way of life.

Si de toda su producción elijo hoy "El nadador" es por pura debilidad personal. Un cuento sobre la condición humana y el paso del tiempo, con reminiscencias de la odisea de Homero, capaz de concentrar en tan sólo 17 páginas, a través de hermosas descripciones plagadas de símbolos y metáforas, la decadencia de la clase media-alta californiana. Un cuento bello y triste, con ese estilo tan característico y atractivo.



Existe una extraña y hermosa película, protagonizada por Burt Lancaster, basada en este cuento, que recomiendo fervientemente.

EL NADADOR

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.

Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.

Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.

Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.

-Caramba, Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. –Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.

El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:

-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.

Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?

Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.

La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.


Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.

Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.

El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:

-¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!

Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.

Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.

La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.

-Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.

-Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.

-Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned-. Unos seis kilómetros.

Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:

-Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.

-¿Mis desgracias? –preguntó Ned-. No sé de qué habla.

-Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…

-No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned-, y las niñas están allí.

-Sí –suspiró la señora Halloran-. Sí… -Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad-. Gracias por permitirme nadar.

-Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.

Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?

Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.

-Oh, Neddy –exclamó Helen-. ¿Almorzaste en casa de mamá?

-En realidad, no –dijo Ned-. Pero en efecto vi a tus padres. –Le pareció que la explicación bastaba-. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.

-Bien, me encantaría –dijo Helen-, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?

-Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen-. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!

Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.

-Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro-. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.


Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.

-Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta- y también los intrusos.

Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.

-En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente-, ¿puedo pedir una copa?

-Como guste –dijo ella-. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.

Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:

-Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. –Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… -Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. –Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.

La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?

-¿Qué deseas? –preguntó.

-Estoy nadando a través del condado.

-Santo Dios. ¿Jamás crecerás?

-¿Qué pasa?

-Si viniste a buscar dinero –dijo-, no te daré un centavo más.

-Podrías ofrecerme una bebida.

-Podría, pero no lo haré. No estoy sola.

-Bien, ya me voy.

Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.


Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.

El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

(The New Yorker, 18 de julio de 1964.)

lunes, 30 de julio de 2007

Ingmar Bergman


Hoy ha muerto uno de los mejores directores de la historia del cine. Supongo que debería realizar una sesuda reflexión sobre lo que significa para mí contemplar su cine, un cine que me deja con los ojos y la mente abiertos de par en par. Un cine que evita ser simple espectáculo para convertirse en ventana a la psique humana, a nuestros miedos, que atraviesa todas nuestras armaduras mentales y nos destroza al mostrarnos todo lo que no nos atrevemos a afrontar ni reconocer. Y también un cine que en sí mismo a veces es puro y simple cine, y pura y simple belleza. Arte con mayúsculas. Debería realizar dicha reflexión, pero no me veo con suficientes fuerzas. Os adjunto en todo caso el pequeño comentario que escribí tras ver "Persona":

No resulta nada fácil explicar lo que transmite este film. Dos mujeres opuestas e iguales, o más bien, las dos caras de una misma moneda (el pragmatismo contra la idealización, la locuacidad contra el silencio, la seguridad protectora contra la inestable incertidumbre, Alma y Elisabet). El aislamiento como huída de la falsedad, de la mentira que mostramos en cada cosa que decimos y hacemos, como escudo a un miedo a reconocer nuestras miserias, nuestro miedo a la muerte, a la insignificancia, disfrazado de ego y falsa seguridad. La vida como representación, como película con inevitable final que vuelve fútil todo lo que hacemos, somos, creemos. La soledad, la amistad, la identidad, el sexo, el amor, el vacío, la muerte y el teatro en el entorno idílico de una playa desierta y aislada. Rodado como un film experimental, para jugar con la realidad y la ficción de la historia (o de la no-historia, porque el argumento es casi una anécdota) se trata de un film complejo, fascinante y hermoso (belleza en la fotografía, en el paisaje y belleza en las dos actrices), un film que podríamos tildar de intelectual, pues con él, Bergman pretende ir más allá de la simple historia realista y atacar directamente nuestra psique. Y vaya si lo consigue.

De todas maneras, no se me ocurre mejor manera para rendirle un homenaje que presentar unas muestras de algunas de mis películas favoritas:



Persona, 1966



Fresas salvajes, 1957



El séptimo sello, 1957



Un verano con Mónica, 1953

No deja de ser curioso que esta mañana publicara una entrada sobre Woody Allen reflexionando sobre las cosas por las que merece la pena vivir, entre las que figura "Algunas películas suecas". Todo está conectado.

Descanse en paz. Se lo ha ganado.

Cosas por las que merece la pena vivir (Woody Allen)


La lista cambia según el país, pero más o menos es esta:

- Groucho Marx
- Jimmy Connors (Willie Mays en el original, Joe Dimagio en italiano)
- El segundo movimiento de la sinfonía “Júpiter”
- Louis Amstrong y su grabación “Potato head blues”
- Algunas películas suecas
- “La educación sentimental” de Flaubert
- Marlon Brando
- Frank Sinatra
- Esas increíbles manzanas y peras de Cezanne
- Los mariscos de Sam Wo´s (cangrejos en el original)
- El rostro de Tracy

Y su versión en italiano, es lo que he encontrado por el momento. Debería subir yo mismo la versión en español (con el tenista Jimmy Connors, que aquí eso del béisbol como que no), pero va a ser que no. Por cierto, el film es "Manhattan".



Dejad que piense mi propia lista. Vosotros podéis hacer lo mismo.

martes, 24 de julio de 2007

Con las manos en la Macca

Pronto nos vamos de vacaciones, por lo que en esta ocasión os dejo con este descojonante vídeo de Sir Paul McCartney cocinando para los fans de La Cadena. Con la misma destreza que demuestra a la hora de componer canciones inmortales, el beatle prepara un puré de patatas que no se lo salta un gitano, al tiempo que va explicando cada uno de sus movimientos. Atención al momento manopla que lo equipara al mejor Arguiñano.



Otro día hablamos de los Pollos Maccani.

martes, 17 de julio de 2007

Otras cadenas (1)

Hoy me apetece comentar algunos de los enlaces a otros blogs que tenéis a vuestra derecha, que irán incrementándose con el tiempo. La idea es que los pinchéis, hombre, que para eso están. Igual hasta os sorprenden, que los hay para todos los gustos.

Es el blog de mi colega ciberanikero Travis, un tipo cabal y con criterio propio, algo no muy habitual en los tiempos que corren. Gran aficionado al cine (no solo a "Taxi Driver") en su página suele tratar diferentes temas, desde los asesinos en serie a cuestiones de actualidad política o social, aunque reconozco que a mí me gana con sus críticas cinematográficas, ya que son de fiar. Como las de Carlos Colón. De hecho, por su culpa voy a ver dos películas de un director que tengo algo atravesado, el Gay Van Sant ese. Igual cuando las vea edito esta entrada, pero no creo. Puedes estar de acuerdo o no con Travis, pero lo que es seguro es que el tipo te argumenta sus opiniones. Más olvidada tiene su agenda semanal de película televisivas, más útil que el Supertele. ¡Queremos que vuelva!. Tuvo gracia que Travis no empezara a publicar nada en su blog hasta que alguien acertara el porqué de su nick de Sisterboy. Al final se destapó el enigma, algo que yo no pienso hacer, por supuesto. Culé hasta la médula, Travis tiene un blog futbolero que se llama Todo el blog es un clamor (el algodón no engaña).

Quicir Land

¡Tierra del Quicir, nada menos! Jagglitros es el autor de esta personalísima bitácora, un amigo de siempre que comparte conmigo el velvetinismo como derecho fundamental. Allí encontraréis vivencias personales, reflexiones sobre discos, conciertos, temas de actualidad o personajes del universo velvetínico, en clave que sólo los amantes del gran Miguel Boxset pueden descifrar con total significación. En realidad podría definirse también con una mítica cita de su autor: "Digo lo primero que me viene a la cabesa", eso sí, desde la honestidaz, el humor y la personalidaz de un tipo polifacético. El blog nació como respuesta a los fallos técnicos del ya extinto foro "Planeta Velvetina" pero hoy sobrevive como una bendita isla que ondea la bandera del velvetinismo con orgullo. Sólo espero que actualice más a menudo. Su última entrada recoge unos descojonantes vídeos de Agustín Villar, candidato a la alcaldía de Sevilla y velvetínico por los cuatro costaos. Muy grande.




Planeta Velvetina

Hay quien piensa que este es "mi otro blog", pero no es verdad. Yo sólo soy un mero transmisor de la palabra del más grande, Velvetino I. Un blog que empezó de manera muy modesta y con muy pocas pretensiones, y que, poco a poco, va haciéndose un hueco entre los fan-sites de Miguel. Cada vez con más visitas y adeptos (a este y el otro lado del charco), reconozco que es un placer hacer de voz de este hombre del Renacimiento, hijo de gran torero y diva italiana. Son ya más de dos años narrando sus hazañas y seguimos con ganas de max y max. ¿Un reto? Un encuentro personal con Miguel, algo que conseguiré, antes o después, quicir.


Los muertos andan

Un blog de zombies, casi nada, creado por los ciberanikos Rafael P., el dibujante de cómics más prometedor desde Will Eisner hijo, creador de la increíble Abuela Manuela y Doc Moriarty, futuro best-seller con su Montecristo. En el blog os encontraréis todo lo relacionado con los comecerebros, desde vídeos curiosos a comentarios sobre películas, noticias, fotomontajes, etc. Muy divertido e interesante, pero como ocurre con los zombies en las películas de Romero, sus creadores son muy lentos y actualizan menos que los de Antena 3 con los episodios de los Simpson. Esperemos que pronto tengamos nuevas entradas sobre estos simpáticos personajes, que nos alegran la vida con sus miradas perdidas, sus babas colgando y la sangre de brazos amputados resbalando por la comisura de los labios.

Pronto, nuevos enlaces. Y los pincháis, ¿eh? Mira que si no me lío a poner pop-ups de casinos.

domingo, 15 de julio de 2007

In Graceland (1)

Mr. Robert Plant en la casa de el Rey.

CC. Deville y Bobby Dall, de Poison.

Junichiro Kaizumi, primer ministro de Japón (con gafas Elvis) y George W. Bush, presidente de la Tierra.

lunes, 9 de julio de 2007

Escenas encadenadas (2) Monty Brogan en "La última noche"

Película: La última noche (25th Hour)
En tan sólo 24 horas, Monty Brogan ingresará en prisión, donde pasará los próximos 7 años por tráfico de drogas. Dirá adiós a una vida de lujos, excesos y éxito social que lo convirtió en el rey de NY, al mismo tiempo que le alejó de las personas más importantes de su vida. Por eso, en ese último día de libertad, hará balance y buscará la reconciliación con su padre, su novia y sus amigos juventud. No será nada fácil.

Escena: Monty le habla al espejo del bar de su padre y su imagen reflejada le responde con un monólogo descriptivo y demoledor sobre los diferentes tipos humanos que pueblan la ciudad de NY, tan políticamente incorrecto como certero, tan pesimista como lúcido.



Monty Brogan: ¿Qué me joda? ¡Jódete tú! Jódete tú, la ciudad y todos sus habitantes. Que se jodan los mendigos que van pululando por ahí para sacar pasta y riéndose de mí a mis espaldas. Que se joda el del limpia-cristales que ensucia el limpia-parabrisas limpio de mi coche, ¡consigue un puto trabajo! Que se jodan los Sikhs y los pakistaníes que van a toda hostia por las avenidas en sus decrépitos taxis con el curri infiltrándose por los poros y apestándome la vida. Putos aprendices de terrorista, id más despacio, ¡COÑO! Que se jodan los chicos de Chelsea con sus pechos depilados y esos voluptuosos bíceps, haciéndose mamadas en mis parques y en mis muelles, meneándosela en el canal 35 de mi tele. Que se jodan los tenderos coreanos, con sus pirámides de fruta carísima y sus rosas y tulipanes envueltas en celofán. Diez años en este país ¡y siguen sin hablal mi idioma! Que se jodan los rusos de Brighton Beach. Esos matones sentados en los cafés con esas tacitas de té con terrones de azúcar entre los dientes. Siempre conspirando, ¡volved a vuestro puto país! Que se jodan los asirios con sus sombreros negros, paseándose arriba y abajo por la 47 con sus gabardinas sucias de caspa, vendiendo diamantes sudafricanos de la época del apartheid. Que se jodan los agentes de bolsa de Wall Street, supuestos maestros del universo, imitadores de Michael Douglas alias Gordon Gecko, ¡siempre inventándose nuevas de dejar pelados a los pobres trabajadores! A esos gilipollas de Enron, que se les encierren toda su puta vida! ¿Qué Bush y Cheney no sabían nada de esa mierda? ¡No me toques las pelotas! Que se jodan los puertorriqueños, van 20 en un coche, aumentan la deuda social, montan el peor puñetero desfile de la ciudad. Y no me tires de la lengua con los dominicanos, hacen que los puertorriqueños queden bien. Que se jodan los italianos Bensonhurst con sus pelos engominados, sus chándals de nylon, sus medallones de San Antonio, blandiendo sus bates de béisbol marca Louisville slugger, firmados por Jason Giambi, ¡intentando hacer audiciones para los Sopranos! Que se jodan las esposas del Upper East Side, con sus pañuelos de Hermés y sus alcachofas de 50 pavos, caras sobre alimentadas, estiradas, machadas y moldeadas, tan tirantes y brillantes, ¡no consigues engañar a nadie, encanto! Que se jodan los hermanos del barrio norte, nunca pasan la pelota, no quieren defender, dan cinco pasos cada vez que entran a canasta y luego se dan la vuelta y le echan la culpa de todo al hombre blanco. La esclavitud se abolió hace 137 años, ¡pasad ya la puta página! Que se jodan los polis corruptos con sus porras para dar por el culo y sus cuarenta y un tiros, escudándose tras el muro azul del silencio. ¡Burláis nuestra confianza! Que se jodan los curas que abusan de niños inocentes y les meten mano, ¡que se joda la iglesia que les protege, entregándonos al mal! Y ya puestos, que se joda Jesucristo, ¡se libró de una buena! Un día en la cruz, un fin de semana en el infierno y todos los aleluya de las legiones de ángeles para la eternidad, ¡pásate tú 7 años en el puto talego de Otisville! Que se jodan Osama Bin Laden, Al-Qaeda y los gilipollas retrasados fundamentalistas trogloditas de todas partes, en nombre de los miles de inocentes asesinados, espero que pases el resto de la eternidad junto a tus 72 putas, ¡ardiendo de incombustible de avión en el infierno! Todos los jinetes de camellos con toallas en al cabeza, ¡besad mi real culo irlandés! ¡Que se joda Jacob Elinsky, quejica insatisfecho! Que se joda Francis Xavier Slaughtery, mi mejor amigo, ¡juzgándome y con los ojos clavados en el culo de mi novia! Que se joda Naturelle Riviera. ¡Confié en ella y me apuñaló por la espalda! me traicionó. Guarra asquerosa. Que se joda mi padre, con su pena interminable, detrás de esa barra, bebiendo sifón, vendiendo güisqui a los bomberos y animando a los yankis de Nueva York. Que se jodan los habitantes de esta ciudad, que se joda esta ciudad y sus habitantes. Desde las casas adosadas de Astoria hasta los áticos de lujo de Park avenue. Desde las viviendas sociales del Bronx hasta los lofts del Soho. Desde los bloques de piso Alphabet City pasando por las casas de piedra rojiza de Park slow, hasta los duplex de Staten island. Que un terremoto lo haga todo fosfatina. Que arda todo furiosamente bajo el fuego. Que se quede todo reducido a putas cenizas y que luego crezcan las aguas y sumerjan todo este sitio infestado de ratas. No. No, jodete tú, Montgomery Brogan. Lo tenías todo y la cagaste. ¡ERES UN CAPULLO!

sábado, 7 de julio de 2007

Cómics encadenados (1). Capitán Marvel



Siempre he sentido cierta predilección por los personajes con mala suerte, marginales, perdedores con dificultades de integración... Sobre todo si tienen el mayor potencial del mundo y este se desaprovecha por causas ajenas a él mismo, por razones que nadie entiende en realidad.
En ese sentido, nada más atractivo que un superhombre con mala fortuna. De todos ellos, pocos superhéroes se me ocurren con peor suerte que el Capitán Marvel. Tanto en la ficción como en la realidad. Ya desde su creación... ¡tuvo problemas con su propio nombre! Y es que para la gran masa, el Capitán Maravilla es Shazam, el superhéroe de DC, el tipo con las iniciales y habilidades de los dioses griegos, con el rayo en el pecho, la capita ridícula amarilla y con aquellas películas horterillas de los años cuarenta. Durante años hubo peleas por el tema de los derechos, pero para la posteridad y al margen de temas legales, el Capitán Marvel es el de DC. Prueba a introducir "Capitán Marvel" en google, y verás que hay más entradas referentes al tipo de la capa, que en DC no pasaba de ser un Supermán de segunda fila.

¿Pero qué pasa con el superhéroe que toma el nombre de toda una editorial? Se supone que iba a ser el personaje estrella, el "supermán" de la Marvel, (con quien guarda curiosas coincidencias argumentales, por cierto) y no un superhéroe con dificultades reales para llegar al público. Si funcionó con Kar-el y esa versión pop de Jesucristo, ¿por qué no con Mar-vell, hijo del imperio Kree, que vino a la Tierra en tareas de espionaje en vistas a una futura conquista y terminó por convertirse en su mayor defensor? Eso mismo debieron preguntarse sus creadores, y de ahí tantos cambios y nuevas situaciones que afrontar, y por tanto, dificultades. Si algo no funciona, pónselo difícil al protagonista.

Como diríamos en Viruete.com, el Quique más poderoso del universo

Pocas veces los guionistas de la Marvel se han ensañado tanto con un personaje como con el Capitán Marvel. Y es que desde sus comienzos, su andadura estuvo plagada de putadas. Para empezar, su amada, la oficial Kree llamada Una, muere por culpa de la traición del comandante Yon-rogg (no, no me estoy inventando los nombres), algo que sin duda le marcará de por vida. Después, ya convertido en defensor cósmico de la Tierra tendrá que ir en contra de su propio pueblo, que no entiende a qué viene ese cariño hacia los terrícolas.


Una de las cuestiones en las que este héroe fue peor tratado es en la cuestión de sus poderes, que no siempre conserva o que depende de otros para poder desarrollar. Que si un enemigo le da la capacidad de volar por el espacio, que si unos brazaletes kree le dan superfuerza en la Tierra, etc. El mejor de todos los poderes es el de la consciencia cósmica (estamos en los 70´s, en plena era acuario), un poco a la manera del cerebro del profesor Xavier en Xmen, pero en plan rollo galáctico-espiritual. Aunque toda la historia de los poderes adquiridos y perdidos se relaciona con la salida de su planeta origen, hay que reconocer que queda un poco cutre que un titán como él cambie tanto de habilidades especiales. ¿Una manera de intentar reencauzar unas malas ventas rediseñando el personaje?
Rick Jones, lo que le faltaba eran unos brazaletes cósmicos


Sin embargo, de todas las humillaciones posibles que un ser todopoderoso puede sufrir, su asunto con las nega-bandas se lleva la palma. Y es que durante una temporada (mi favorita y la más conocida) el Capitán Marvel se hallaba encerrado en otra dimensión, la Zona negativa, y para poder aparecer por la nuestra necesitaba que un chaval, Rick Jones (antiguo stalker del Capitán América) entrechocara dos brazaletes cósmicos llamados negabandas, para que ambos se intercambiaran sus átomos, y por tanto sus posiciones. El Capitán Marvel y Rick Jones estaban unidos de manera empática por esas negabandas, por lo que, al igual que los gemelos, sabían cómo se sentía el otro en cada momento. Demasiado sensible para los chavales americanos, que sólo querían ver mamporros y explosiones. Siempre me he preguntado que haría (sobre todo Rick, claro) cuando estuviera encerrado en la Zona Negativa. No, no creo que pudiera hacer eso que estás pensando.





Por si esto no fuera suficiente, el Capitán Marvel se convirtió en el primer superhéroe en morir de cáncer (sin hacer trampas, como Supermán, que este jamás regresó), en un emotivo último número, creado por Jim Starlin, que reunió a todos los superhéroes de Marvel y supuso todo un homenaje a un héroe que jamás vendió demasiado (eso y no el gas nervioso fue el culpable de su muerte). Una historia que, irónicamente, humanizó a un personaje demasiado distante para el público, que sólo pudo identificarse con él en su triste final.


Últimas viñetas del Capitán Marvel. Descanse en paz.


Quizás el problema del Capitán Marvel fue que nació demasiado tarde, en una era en la que los chavales se identificaban con aquel empollón apocado que por la noche surcaba los cielos con su telaraña, o con una panda de inadaptados sociales con una x en su cinturón, y no con un semidios que dependía de un imberbe para poder aparecer por la Tierra. Un personaje que libraba batallas cósmicas con dioses de otras galaxias, que no tenían ningún referente real, y que como Silver Surfer, cambió su conciencia guerrera por su misticismo bienentencionado (cuanta maría consumida, por favor). Pero a diferencia de Estela Plateada, el capitán no tenía tabla de surf galáctica. En cualquier caso, y como estos de Marvel siempre tienen un as en la manga, volver no volvió, pero dejó un hijo para modernizar al personaje. Genis-Vell, que así se llamó el vástago, fue el primer superhéroe nacido a través de la fecundación in vitro galáctica, ya que nació después del fallecimiento de su padre.

Como muchos de vosotros, durante años pensé que el Capitán Marvel era uno de los superhéroes más importantes de la Casa de las ideas, uno de los títulos señeros de la editorial. En aquellos tiempos no era tan fácil acceder a datos de ventas, popularidad y demás. Supongo que era algo parecido a la época en la que a un Elvis decadente le hacían creer, escondido en el coche bajo una manta, que debía ocultarse de un ejército de admiradoras expectantes en la puerta, cuando la realidad era bien distinta, y casi nadie conocía ya al rey del rock. Ahora se está especulando con la posibilidad de hacer un film, pero claro, se refieren al Capitán Marvel de DC. Así las cosas, yo siempre he sentido un cariño especial por él, durante una temporada me obsesionó su indumentaria rojinegra (en contraposición a su traje verdiblanco de guerrero Kree) y fantaseé con convertirme en Rick Jones para levantar mis brazos, y entrechocar los brazaletes para liberar al defensor de la Tierra. Aun a riesgo de aburrirme como una ostra en la zona negativa.

domingo, 1 de julio de 2007

Trois petites notes (2): Vender jazz por los ojos [I]

Obsesionada como ando últimamente por el diseño gráfico, me ha fascinado la historia del encuentro del arte gráfico y la música, operado en los años 40 sobre todo en la venta de discos de jazz. La historia de cómo el cartelismo contribuyó a la integración cultural del jazz, y de cómo a su vez la industria discográfica se convirtió en un banco de pruebas de infinitas posibilidades para la gráfica publicitaria. La historia de las carátulas de los discos, en definitiva.



Éste es el hombre que lo empezó todo allá por 1939, cuando apenas empezaba a trabajar para la Columbia. El que inventó el concepto mismo de carátula. Alex Steinweiss convenció a su jefe de que los discos venderían mejor si el propio folder de cartón que los protegía se convertía en anuncio y vehículo de comunicación sobre la música que contenían, en vez de parecer (en sus propias palabras) 'una lápida de cementerio'. Y, una vez lograda la aprobación de los directivos de Columbia, puso manos a la obra su oficio y su talento de diseñador gráfico recién licenciado. Su rediseño de la portada de la Novena Sinfonía de Beethoven disparó las ventas del disco, y Steinweiss recibió carta blanca para ilustrar cualquier disco de la compañía. Al acabar la segunda guerra mundial, no quedaba ni una sola compañía discográfica por copiar la idea pionera de la Columbia Records, mientras Steinweiss perfeccionaba el sistema para producir carátulas a escala industrial.

El estilo de Steinweiss, que durante años fue el diseñador principal de la Columbia, es fácil de identificar. En la tradición de los mejores cartelistas europeos, fundamentalmente franceses y alemanes, capitalizó la estética visual de los movimientos pictóricos de vanguardia para la publicidad. Sus diseños, que se caracterizan por un sentido infalible de la composición global, aúnan perfectamente imagen y tipografía, emplean fundamentalmente colores planos y evocan generalmente la técnica del collage.













Si las influencias de Steinweiss habría que buscarlas en las obras de Braque o Juan Gris, David Stone Martin trae fácilmente a la memoria el trazo de un Toulouse Lautrec, o de dibujantes expresionistas como Egon Schiele o Lucien Freud. Su ilustración de trazo fluido en tinta con áreas planas de colores llamativos, que trataba sobre todo de evocar una atmófera, tuvo una influencia perdurable que se puede detectar con claridad nada menos que en los trabajos posteriores de Andy Warhol para algunos discos de Kenny Burrell. Stone Martin era íntimo amigo del productor más inteligente que ha conocido la historia del jazz, Norman Granz, de modo que trabajó para Clef (la compañía dirigida por Granz) y luego para Verve, fundada por éste al abandonar Clef. Verve era (y es) perfectamente consciente de que el talento gráfico de David Stone Martin suponía un valor añadido para sus productos, y por eso es también el único diseñador de los años 40 y 50 cuya obra se ha reproducido siempre con la reedición de los discos que ilustró en su lanzamiento original.













Y luego está Jim Flora, que no se parece a nadie. A Flora lo reclutó el propio Steinweiss para la Columbia cuando ascendió en la jerarquía, y luego trabajó sobre todo para RCA. Las carátulas de este diseñador son inconfundibles, en su afortunada síntesis de gráfica humorística y siniestra, diseño de influencias precolombinas pasado por el filtro del pop art hasta recalar en una estética muy afín al cómic. Carátulas rebosantes de energía y dinamismo, que comunicaban el espíritu más lúdico del jazz, a años luz del estilo sobrio y minimalista que acabaría por imponer el sello Blue Note poco después como seña de identidad de este género musical en su totalidad. Pero ésa es una historia posterior.













Confieso que me he de contener para no postear todas las carátulas que tengo de Jim Flora, que son de un delirante que me encanta. Pero encontraréis más en la web que le está dedicada: http://jimflora.com/gallery/albums/index.html. Que os gusten.

La historia de la evolución de las portadas de los discos de jazz con la introducción de la fotografía y de la influencia dominante de los diseños de Blue Note ya la contaremos en otra ocasión.